jueves, 24 de julio de 2014

Con hielo, por favor

Me dicen que hay que dejar que la tristeza se pasee a su antojo, que no hay que ponerle coto y dejarle una ventana abierta para que llegue, se de un borneo y salga cuando quiera, como esas avispas que se cobijan del calor en las dobleces de la ropa blanca y que pican sin haberlas provocado.
Dicen que cuando pica la tristeza el dolor es soportable porque recuerda otro dolor parecido. Así como la felicidad nueva es luminosa, el dolor que vuelve es hijo de ese otro dolor que nos hizo rechinar los dientes, que nos dejó por unos instantes sin timón y sin brújula.
Ayer entró una avispa por la ventana, libó unas maderas y estuvo a punto de clavarme el aguijón, que latía en el extremo de su cuerpecillo, como avisando. A veces basta con caminar por la calle y que alguien se parezca a alguien. A veces ese alguien ya no está . O sí. A veces ese alguien es diferente y el dolor es no haberlo sabido antes. 
En verano las avispas paran a beber agua  en los bordes de las piscinas donde juegan los niños y ellos las pisan en un descuido. Y lloran ante el dolor y tú sonríes. Porque eso no es dolor, es algo que pasa con un beso y un cubito de hielo. En el fondo, somos un poco niños, porque ante el dolor buscamos un beso y un cubo de hielo, y pintamos un vaso de colores a ver si la avispa se va, aunque sea un rato.

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