domingo, 30 de noviembre de 2014

Hordas (sucedido)

Mi vecina Rosa tiene unos niños éticos y peléticos que han crecido mal y mucho. Se han hecho unos quinquis potentes que conducen siempre por la izquierda y no es porque desprecien el sistema métrico decimal, sino porque cargan hacia ese lado cuando se echan al asfalto y ven que los demás ponemos cara de susto al verles venir derechos a nosotros. La señora Rosa sabe llevar pollos y conejos al cabo chusquero que le dice que no se preocupe, que eso lo arregla él. Así lo cuenta ella misma, que yo no sé si existe el cabo, sólo conozco a las hordas de su sangre que van dejando regueros de matrículas y espejos arrancados de cuajo de los coches de los vecinos, que saben que son ellos pero que no pueden asentir ante la pregunta que descerraja la madre amante con los ojos entornados:

-¿Pero tú los has cogido in fraganti, eh?

Y tú, claro, no los has visto, ni puñeteras las ganas que tienes de encontrártelos ni caminando por la calle, que van como los vaqueros de las películas, con las piernas muy abiertas y los codos haciendo sitio por las aceras escasas de la pedanía donde yo vivo, provincia de Ciudad Real, y hasta aquí puedo leer que luego me buscan y me dan un repaso al gato o a la persiana de la puerta mismamente,  y me la echan a la carretera desde lo alto como a la señora Angustias –la viuda de Riquelme- que pilló a Paquito saliendo de su casa en la siesta, cuando ella fue a casa de su madre a hacer cosas de esas que hacen las hijas a cierta edad, como ver si la madre ha comido. Pues eso, Paquito enrolló la persiana y la tiró como una jabalina con estilo depurado desde el puente de la autovía, que podía haber matado a alguien, que se quedó Angustias blanca como un muerto cuando vio parte de su casa en las noticias como ingrediente de  un suceso de vandalismo.

Nadie, nadie del pueblo que yo sepa le ha plantado cara a estos desgraciados, que son siete que yo recuerde, esparcidos por todas partes. Tres chicos y cuatro chicas, prolíficas y rijosas, que han parido sin esfuerzo varios retoños que tienen la misma mirada huidiza y los mismos pelillos de alimaña que doña Rosa, que ha descubierto a la vejez el cardado, lo cual le aporta un aspecto desconcertante, con su cráneo dibujado al trasluz en esta nueva etapa de respetabilidad que ha llegado cuando su prole, ya emancipada, sólo viene de visita a dar unos sablazos a ella y de paso a los vecinos, que donan sin saber gasolina con un macarrón por el que te aspiran cuanto puedan, y frutas de sus huertos, amén de pequeñeces como herramientas vendidas después a precio vil y alguna bicicleta que cambia de dueño en apenas dos pedaladas.
Digo, que a esta plaga bíblica nadie le ha puesto freno hasta la semana pasada que mire usted por dónde han hecho como que topaban con un ciudadano que andaba buscando una dirección a veinte kilómetros por hora. Han hecho lo que otras veces, fingir un accidente, ponerse duros e intentar sacar tajada. Pero amigo mío, el primo era un militar de permiso que terminó haciéndoles una llave y poniéndoles la cara pegada a la gravilla del arcén donde pensaban chulearle sin piedad. Qué momento de regocijo, oiga, cuando les han llevado detenidos, cuando ha salido la madre, santiguándose, diciendo que eran buenos chicos, sólo que un poco nerviosos.
(Dice el cura que no puede ser, que le han jurado que no es cierto, y aunque jurar no es cristiano, lo entiende como prueba de verdad. Dice el cura que doña Rosa es devota de la virgen del pueblo y que le ha regalado una medalla y una capa bordada en oro al niño contrahecho que le cuelga de la mano con una bola en la ídem, como metáfora del orbe. Doña Rosa le dijo al cura que eran nerviosos y que no han podido resignarse nunca a ser pobres, que ella les ha dado lo que ha podido, porque si no, temía que lo fueran a robar. Y vaya si lo robaron, porque les fue apeteciendo todo lo de los demás, menos las novias, que algo bueno tenía que haber en aquellos cuerpos desnaturalizados. Pide clemencia la mujer, llora, se araña. Se postra delante del cuartelillo sin éxito, les ve salir echando chispas en dirección a Toledo...)

En el pueblo –le digo- hay este fin de semana cierta tensión dramática, porque doña Rosa se ha rehecho en un abrir y cerrar de ojos, con la noticia del próximo permiso de Luisín, que juró coger a doña Angustias y tirarla donde la persiana. Que son buenos, dice su madre, pero que nadie les tosa si han pagado. “Si han pagado”, dice, entre dientes, doña Angustias, que ha decidido irse donde su madre, que tiene un perrazo, una escopeta y varios vecinos víctimas de otras ediciones de los grandes éxitos de los Rubira. Los Rubira son los hijos de doña Rosa, que les quiere como si fueran infantes con los dientes de leche , que los tienen almenados como Platero y preparados para hacer sangre a bocados, que son como un lagarto de monte que trinca un tiesto y no lo suelta, seguro de que lo mismo provocará piedad y sobresalto y de que aunque pierda el rabo, a su víctima el mordisco, no se lo quita nadie.

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