miércoles, 8 de abril de 2015

Indicios

La nube se hizo bochorno y habitó entre nosotros. El agente Segundo Delgado suda como un corredor de maratón mientras va recabando  testimonios sobre los muertos del tercero, que son una pareja de unos cuarenta años que no contestaba las llamadas. Al no dar señales de vida llegaron los bomberos y les encontraron muertos muertísimos en la cama con signos de haber sido asesinados con una llave inglesa que apareció al lado de un sinfonier que tenía la lengua fuera, parecía que unos calcetines que colgaban del cajón iban a decir algo, quizá algo sobre que el dinero no estaba guardado allí. Porque Manola lo guardaba en la sopera de porcelana que tenía en la vitrina, una sopera que había sobrevivido a toda la vajilla de florecitas  y que testimoniaba lo de sic transit gloria mundi, referido, naturalmente, al universo de los platos. Lo mollar del tema, se decía Segundo, es que habrá algún indicio entre todo este batiburrillo. Segundo era implacable en cuanto al orden doméstico y gustaba de hacer conjeturas sobre las vidas ajenas a través de los enseres que encontraba, normalmente con grandes desperfectos, en las casas a las que iba como analista.  Normalmente la magnitud del destrozo iba pareja a la pérdida de paciencia del caco, que conforme iba notando cómo se le calentaba la sangre rompía y destrozaba sin dolor los acopios de una vida  que solía ser proporcionalmente insulsa al volumen de trastos. Opinaba Segundo que las personas que tienen muchas cosas necesitan siempre más porque lo que acumulan no les llena. Y así, cargado de prejuicios,  empezó a buscar indicios en el lugar del crimen.
Lo primero era hacer fotos que recordasen por él. La memoria lo deforma todo, lo empequeñece, lo magnifica, lo inventa.
Hace años que no ve una casa tan familiar: el sofá es igual a uno que tenía en su antigua casa, tapizado de skay rojo. Viéndolo parece que nota cómo se le pegaban las piernecillas en verano por efecto del calor. Pon una sabanita, Segundo, decía su madre cuando le veía de espaldas con los muslos enrojecidos por haberse levantado demasiado rápido. Nunca recordaba que tenía que hacerlo poco a poco o de lo contrario se quedaría adherido. Segundo iba por la calle con las piernas encarnadas por el sofá. Uno como aquel, ni más ni menos. También había un cuadro de perdices muertas, una mesa de contrachapado en buen estado... aquel piso era de alquiler o de un familiar entrado en años, pero no podía ser de aquel par de desgraciados, menudo golpe llevaba él... y si no, ella... demasiado para un caco.

-Piso de alquiler
-No era un caco

La libreta de Segundo empezaba a llenarse de anotaciones. ¿Por qué una pareja tan joven acababa viviendo en aquel piso tan feo?

-No son tan jóvenes, tendrán casi cuarenta.

Rosabel le corrige en la conjetura que anda musitando mientras apunta. Sin embargo el policía les ve jóvenes y desvalidos, quizá era el primer nido que tuvieron, quizá zozobraron en un proyecto y la lealtad les ataba el uno al otro y ella no quiso dejarle a él. O él a ella. Normalmente era él el que se arruinaba viviendo su sueño. Lo había visto muchas veces. Las mujeres estaban programadas para ser hormigas y guardar y guardar las provisiones, ellos eran la mayor parte unos zánganos que merecían el destino del zángano colmenero y arrastraban a mujeres avispadas a su espiral de soñar sin posibles: ese solía ser el origen de muchos desaguisados. Yo pido para que nadie se entere, el interés del prestamista me come, me lo juego todo al póker, me dan un par de bofetones en plena calle, me achuchan en el portal, pero no pago y entonces un día aparezco muerto con ella, que no tuvo olfato para dejarme... puede ser... puede ser...
Lleva unas pinzas largas con las que recoge todo tipo de minucias. Tiene una visión global de las vidas ajenas. Desde un ángulo del salón les ve: ella lee algo, él pone la mesa. La casa olía a homicidio y a desinfectante. Qué cosas... Se podían distinguir los olores como en capas. En una casa había capas de olor que contaban quién se duchaba y a qué hora, quién comía primero, quién no limpiaba la cocina. La casa de los muertos tenía una capa remota de pino y amoniaco, otra de parmesano y otra, obscenamente evidente de cadaverina. Y nada más, se había perdido el matiz de los habitantes. Siempre pasaba lo mismo. Al terminar su investigación sólo serían bocetos de lo que fueron en vida y su vida no tendría más importancia que la que le dieran sus familiares en el notario. A ver quién liquida, quién tasa, quién odia a quién. Para ver las tripas de una familia hay que ir al notario. Allí siempre salen indicios que dicen  cómo se las gastaba Fulano y Mengano.
El notario, el cartero, el de la tienda. Todos ellos tenían un mundo de indicios. Además no hace falta preguntar, te cuelgas la acreditación y las palabras les brotan solas. Ha entrado a por una barra de pan y la panadera le ha dejado caer su paquete probatorio:

- Una vez la vi dejar a su sobrina en el coche mientras comparaba, a él no le gustaba que hiciera esas cosas...
-¿Qué cosas?
-Pues eso, ser descuidada. A veces ella bajaba buscando en el bolso, no sabía ni dónde tenía las llaves.

Segundo se ríe, porque él más de una vez se ha llevado las llaves de su mujer y ésta se ha vuelto loca buscándolas.
El cartero también pone de su cosecha:

-Abría pasados unos minutos, le costaba ir a abrir, un poco floja era, sí...
-¿Pero abría?
-Sí, pero me hacía perder una de tiempo...

Segundo supo más tarde que la mujer tenía fibromialgia y que le costaba levantarse de la silla.
El notario también tenía sus propias ideas:

-Resulta que la mujer era un pelín maniática. Que si me voy a morir, que si quiero que el dinero sea para Feli, que está estudiando, que no quiero que se venda el piso si yo me muero... Él era de otra manera, se reía más, era más alegre...

Feli era la sobrina de la muerta. Siempre quiso estudiar y su tía le costeaba parte de los gastos a condición que sacara buenas notas. La chica se esforzaba aún con la oposición de parte de la familia que veían los bienes de la mujer muerta como algo que iba a pertenecerles en cualquier momento. Sus continuos problemas de salud les habían puesto en la tesitura de hablar de ella como si su desaparición fuera inminente, y así, si Manola, la víctima, comentaba que iba a pintar el piso, alguien comentaba más o menos disimuladamente que era perder dinero porque total, en breve iba a venderse. Cuanto la mujer hacía era un adelgazamiento de la herencia que les correspondía legítimamente si es que decidía morirse de una puñetera vez.
La muerte de Manola, era, pues, algo asumido y deseado por su entorno: eso sí era un indicio.
En los días posteriores al homicidio varias vecinas se acercaron al piso para hablar con los agentes. Una declaró que el hombre sacaba las alfombras al balcón, que debía tener el piso hecho un asco, porque alguien que no aspira... usted ya me entiende. Otra, que en una ocasión había visto que la sobrina se había quedado a su cargo y que iba por la calle comiendo patatas fritas a las diez de la noche, en lugar de una fruta, que es más sano. Una maestra declaró que “esa niña –la de las patatas fritas- a veces llegaba tarde y con los deberes equivocados”. La niña atendía poco, decía la maestra, pero yo lo que me han contado, a mi no me haga caso...
Un sin fin de testimonios dejaron diáfano un extremo: nadie sabía en qué creían, cuáles eran sus ocupaciones diarias, si estaban bien o mal avenidos. Los muertos eran para su entorno unos completos desconocidos que se esforzaban  por desvanecerse aún después de muertos.
Cuando no puede estar todo más difuso, el teléfono le desconcierta: acaba de ir a declarar un hermano de él que se ha declarado culpable.

En la declaración diría que ellos eran raros, que no tenían nada que ver con el resto, que nunca habían compartido  lo que les sobraba.

-¿Con usted?
-Pues sí, conmigo. Una gente que ni salía ni ná, y yo ahogado con el dinero...
-¿Discutieron?
- Me dijeron que me fuera, que era un Neandertal... y se me fue la cabeza.
-Les tengo que dar la razón: es usted un Neandertal

El hombre se declara culpable sin frío ni calor.  Está ofendido: no entiende por qué le ha pasado lo que le ha pasado, realmente merecía que la vida le tratara mejor, con más ingenio. Podía haber ascendido más en la empresa, podía haber comprado una casa mejor, y ahora estaba a las puertas de la cárcel. Los indicios dijeron a Segundo que cuantos rodeaban a la pareja les habían ignorado, que no habían sentido interés por ellos más que en el aspecto material. Los testimonios relataban anécdotas contradictorias. Caían bien a unos sí y a otros no. Unos les encontraban ordenados, otros todo lo contrario. Sólo en una cosa coincidían: el homicida era una bellísima persona. Ah, sí, y la niña era rara como la muerta.
La niña rara que veía a través de la gente  lloró sabiendo que las sospechas que ella tenía podían haber salvado a sus tíos. Su padre solía decir: “es para matarlos, no saben disfrutar de la vida”. A veces le miraba y notaba un asco indescriptible, pero se decía que no podía ser, que todo el mundo le tenía por un hombre decente y bueno. Se ve que la gente manejaba indicios que ella desconocía. Se ve que la gente, cuando no le gusta lo que ve, se fabrica un indicio.







4 comentarios:

  1. Hermoso a mas no poder. Me he emocionado leyendo. He disfrutado con cada palabra

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  2. Ya hacía tiempo que no leía un relato policíaco. Pues me ha gustado y no creo que sea porque es lo primero que leo hoy. Mis felicitaciones a la cocinera de este relato.
    Y ya que ando por aquí unos besillos.

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