jueves, 27 de agosto de 2015

Suceso


Dos días después de la inauguración, Cinta abre el escaparate de su tienda, “Enchanté”, un local muy mono de marroquinería y complementos, con la vista puesta en las ventas de hoy. Ha cambiado el escaparate y le ha quedado francamente bien, todo en su sitio, perfecto para atrapar la mirada del que pasa con unos dineros de más y tiene vocación de picar ese u otro anzuelo. Lleva Cinta un pañuelito rojo en el cuello atado hacia un lado, unos pantalones tobilleros negros y una camiseta de rayas. Se siente divina con su look francés, la ilumina un optimismo inocente, cree que gracias a su amabilidad hará muchos clientes y con una sonrisa pintada de fresa enciende el ordenador, la luz, la cafetera... Un golpe la sobresalta, y es que hay un hombre con la cara aplastada contra el escaparate mientras otro le da patadas en un costado. El hombre caído tiene la cara girada hacia ella, pero no la mira. En realidad no ve ya nada. Cinta sólo piensa en la alarma, la alarma. Tira el café sin querer, palpa bajo el mostrador hasta que consigue pulsar el botón: ahí está ... Suena precisa, estridente, piensa en salir corriendo... pero al dar el primer paso fuera del portal encuentra a ese hombre de antes, que ya no se mueve, y del que le había dejado así, ni rastro. Tiene la cara deformada, rota una ceja, las manos apoyadas, una en la reja,  como si hubiera intentado asirse para escapar,  y la otra en la cabeza.

-Qué locura, qué locura...

-Tranquilícese, señora Cinta, sea fuerte, le dice un empleado municipal  a punto de salir corriendo.

-Perico  -alias Pejiguera- cascó a la primera, según cuenta la portera. Ha acogido a Cinta y al revisor de los autobuses, ambos mareados y deshechos por el espectáculo; el cabo de la policía local sólo acierta a quitarse la gorra para rascarse la cabeza.

-Todo me toca a mí, mira que el primer día que me incorporo...

La portera contará y contará –con las pertinentes modificaciones- lo que acaba de ver. Con un suceso semejante puede extenderse sobre ese tema recurrente sobre el que le gusta explayarse, el  ensañamiento y la carnicería que ronda estas aceras desde que la gente buena se fue de allí, aquella gente que la conoció diligente y con el pelo negro como el betún. Dice que el barrio se degradó mucho de diez años hacia acá, y lo ilustra con un susto mayúsculo que tuvo y que consistió en encontrar medio muerta en el rellano a una mujer que se pinchó heroína en la portería.

-Una chica preciosa, bien vestida, daba una pena... La calle se ha ido llenando de muertos, le decía al cabo Vergara, que estaba a punto de desertar ante la falta de guantes.

-Yo sin guantes no trabajo, compréndalo.

-Pero me quitará este pastel ¿no?

-Por supuesto.

-Los muertos de esta calle ya no se van, dice la portera con resignación, lo que yo le diga. Van por ahí sin meterse con nadie, sólo inquieta que a una la miren fijamente, sin hablar. Porque te miran como lechuzas... A la Cinta este desgraciado  -era muy malo en vida, mucho- la va a visitar más de un día. Cuando menos se lo espere, ¡zas! el Perico le sale y se la queda mirando como un gato de escayola. Mire, los pelos de punta...

Ilustra la portera su escalofrío con una piel erizada que enseña al cabo, que está como ella o peor. Le ha cogido el suceso con el cuerpo suave después de una noche en la que había dormido como un bebé. Ni por un momento llegó a imaginar lo que le esperaba cuando estaba tomándose un café aguado en el bar, aunque piensa para sí, que para mal cuerpo el de Perico. El que le ha dado así no debería andar por la calle con el resto de la gente. Una vez fue a casa del muerto cuando avisaron los vecinos. Había pegado a su mujer, una chica preciosa que se quedó allí, encogida por el susto y la vergüenza cuando él se fue con aquel canalla esposado. Estaba bien muerto el indeseable,  aunque el que lo había hecho no era mejor... Se alegraba por la mujer sin reservas. Lo ideal es que a esta gentuza la atropellara un tranvía. Con baldear, ya estaba la cosa resuelta, pero así no podía quedar el asunto. Cinta estaba preciosa esta mañana, parecía una francesita de película, tenía los labios pintados de un rojo que no había visto nunca. La invitaría a un café cuando todo acabara, si ella quería, claro. Qué bonita era...


viernes, 21 de agosto de 2015

Usura pura

Foja, Torquemada, Lhereux, Heep. Todos tiene algo en común además de ser ficticios: la usura. Todos arruinaron vidas, haciendo que el tiempo que restaban con su tormento a la vida de los demás, se convirtiera en dinero. Todos traficaron con la debilidad, con la circunstancia. En el caso de Foja, la maquinación está urdida sobre la maledicencia, cosa bastante chocante de recordar en este momento, cuando nos están dando la matraca cada hora con las sisas devenidas del lustre de la reputación digital de algunos cargos públicos, entre otros beneficios que no eran precisamente rentas de trabajo. Torquemada, miseria en estado puro, traficaba con la debilidad como Lhereux, como Heep, atenazando la garganta del deudor, retorciendo su voluntad hasta extremos ignominiosos. Díganme al haber leído los números del rescate de Grecia si no parece la memoria de esta conquista cruenta -bélica no, pero cruenta, mucho- un cajón de esos donde se amontonaban los papelotes mugrientos firmados con letra temblona que hemos descubierto en esas novelas memorables. El deudor se humilla una vez más. Ser deudor es casi un pecado y arrodillado y penitente se le ofrece endeudarse más para pagar lo que nunca se disfrutó probablemente. La deuda, también aquí, como en el despacho de Heep, se hereda y no será saldada por el que la contrajo sino por el heredero, caído en desgracia salvo que una pirueta argumental le salve y mande a las colonias como galeote al indeseable que hizo de acreedor. Parece que cometido el atropello ahora mismo, en cada informativo, la noticia es que hay quien se parte de risa diciendo que ya lo sabía. Ver la desgracia como si fuera un partido de fútbol, regocijándose no por lo bien que se juega sino por lo bien que se aplasta a esa gente que no se conoce de nada, y sin que falte ese presentador diciendo "¿sabemos cuánto podrán aguantar?". Lo que viene siendo un asedio con palomitas, un espectáculo que adoctrina y encoge las tripas de los pobres. Qué dinero tan bien empleado, se dirán los que mueven los hilos. Sin pegar un tiro, una conquista planetaria, porque Grecia no es sólo Grecia sino su onda expansiva. Una onda en la que estamos aún diciendo a Heep que se acuerde que fuimos sus amigos. Fieles como ningunos. Los que tienen una edad recuerdan aquella  frase con la que se encabezaban aquellas lecturas de exaltación patria: "Roma no paga traidores". Y sigue siendo así desde entonces.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Cantos de sirena

Me voy a atar al mástil para no sucumbir a los cantos. Me llegan hasta el corazón desde un mar que bate sin cesar nuestro navío. Quieren las sirenas que yo me vaya detrás de ellas embriagada, esperando que el canto no cese, esperando que sus notas me lleven a casa. Estamos como en el poema, navegando hacia Ítaca, bregando con un mar bravo. No nos dejaremos llevar tan pronto, me decías, nos ataremos al palo mayor, para que no nos engulla el océano que tiene remolinos con raíces abisales. Desde esa región oscura oigo los cantos, a ratos no sabría decir de dónde vienen. A ratos escucho varias voces diferentes, todas dicen ser mis guías, ninguna me saca a tierra firme...
Las sirenas nos llaman, pero nos mantenemos firmes, sin soltar el timón, y eso asusta. Asusta y encoleriza a los aliados de los dioses, a los dioses, a los héroes, a todos los que tenían un plan para nosotros. 
Somos buenos navegantes, viejos navegantes. Conocemos todos los mares, y sus tormentas, algunos hemos pasado unas pocas, otros las conocen todas y nos advierten que las sirenas siempre advierten sobre el canto de la sirena. La sirena estaba antes que el temporal, antes que el viento. Sus palabras airadas lo provocaron, y éste generó el vórtice que nos engulló. Bebe de la esencia de la ira, canta la desgracia que provoca. 
Átense al palo mayor. Átense fuerte.