jueves, 25 de agosto de 2016

Vacaciones

Carmen no tenía fin relatando maldades. Recuerda a Paco cada uno de aquellos verdugos, que decían que miraban fijamente y hasta con cierto placer a sus víctimas, alimentando su bestia, acrecentando su sombra. El verdugo mayor tuvo dos hijas que engordaron como lechones a costa de lo que faltaba a otros, y que fue, a la larga, el patriarca de una larga estirpe de matarifes. Menudo viaje en el tiempo, se dice el hombre rascándose la cabeza. Paco se sentía sobrecogido, no alcanzaba a comprender cómo habían conseguido salir impunes de tanto atropello. No comprendía el sadismo, le desbordaba, y a ratos parecía azorado, sacando una sonrisa, sin querer, a  Carmen.

-Ay, pajarico, aún te crees que la gente se siente culpable. Y no. El que es malo, lo es y ya está.

Carmen estaba convencida de que estaba siendo fiel a sus recuerdos, sabiendo que con cada revelación se perdía un cachito del corazón del hombre que, en el fondo,  necesitaba saber. A menudo se lo comenta a su hermana:

-Paco no hace más que preguntar...

-Pues contéstale, mujer...

-¿Y a ti por qué no te pregunta?

-Él sabe que todo me afecta. Tú eres para él como un compañero.

Carmen se sintió molesta, aún seguía siendo una mujer y acababa de recordarlo.
Paco y Carmen conversaban mientras paseaban por las afueras durante las vacaciones que pasaban en el pueblo.  El hombre se sentía desbordado por aquella maldad absoluta, por la pena grabada a fuego en los músculos de cada uno de los que había caído en las garras de aquellos monstruos. Pobres niños, destrozados por una infancia abortada... 
Paco, desesperado, sigue intentando sanar con el método del profesor Chang, sin demasiado éxito. A veces cree que no lo soportará más y se topa con el pragmatismo de Carmen:

-Y tanto que lo soportarás, y tanto...

Pensaba Paco en ocasiones que Carmen tenía mucho que agradecer al destino. Los suyos estaban relativamente bien, tenía dinero, había sabido perdonar... Intrigado por la aparente serenidad de la mujer, le preguntaba:

- ¿No te hundes nunca?

- A ratos, cuando nadie me ve.


Paco se sentía aplastado por su realidad de hombre corriente, pertrechado tras el tedio, sin una ilusión, sin una lucha. Veía a Carmen capaz de hacer frente a cualquier cosa, se acababa de dar cuenta de que tenía un lunarcillo debajo del ojo derecho, y ese descubrimiento le hizo sonreír. Carmen también sonreía bajo la luna de agosto que embrujaba a Paco con destellos maternales, lácteos, desconocidos. En un instante le invadió una zozobra extraña, tuvo una especie de revelación viendo la piel velluda de la mujer, que a contraluz parecía la de un melocotón fragante y rosado. La hubiera mordido sin pensarlo. Por la mañana se marchaban a la ciudad y ante la inminencia de la despedida le hubiera gustado pasarle la mano por las mejillas, coger sus hombros fuertes, abrazarla hasta perder la respiración, probar la tersura de su piel allí mismo, acechado por  una urgencia desconocida.  Inmediatamente le asaltó la imagen de su mujer recriminándole ese deseo desabrido, y se sintió miserable y agradecido por no tener que pasar más pruebas. Apenas le quedaban horas allí. Al marchar del pueblo estaría a salvo de aquellas pulsiones desconcertantes. Se lo repitió durante la noche y salió de madrugada sin despedirse de nadie. Carmen le vio desaparecer, zumbando por el camino.

-Paco, corazón, eres un triste...

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