lunes, 30 de enero de 2017

Corazón

El corazón se te muere un día, y el muy cabrón sigue latiendo. Me quiero morir es una frase que no deberíamos entonar en vano. Deberíamos morirnos de veras cuando nos sentimos morir.
Cuando el corazón se muere, no avisa. Es como el crac de una rama seca, que pone las orejillas tiesas a un gato, pero que pasa tan desapercibido que ese mismo gato al instante duerme profundamente.
 Mi corazón se murió un día por la mañana en la que me vi en una casa que no era la mía, rodeada de gente extraña. Busqué en el armario una taza que perteneciera a mi vida, y sí, había una, transparente con rayitas. La compré un día de gangas de unos grandes almacenes. Y pagué en efectivo, claro. Entonces no tenía tarjeta. Ahora tengo tarjeta… tenemos tarjeta, pero no tengo la clave. Separación de bienes, de vidas, de tazas. Compré sólo una, porque supe que sólo necesitaría una, y la he guardado durante veinte años hasta hoy. Voy a tomarme el café que hará de puente entre aquella yo y esta yo: antes tenía el corazón dormido y ahora lo tengo muerto.
Un corazón muerto apenas hace ruido. Nadie lo busca. Nadie lo encuentra. Simplemente no está. Porque si estuviera alguien repararía en él. Salvadme, os lo pido, dice el ahogado desde el fondo del mar, hinchado, deforme. Salvadme de la nada que es no sentir nada. De pequeña casi me ahogo. Recuerdo el dolor en el pecho, las risas de los que bromeaban con el agua que había tragado, diciéndome que a un perro lo tiras al agua y nada, pero que yo no era perro. Entonces no lo sabía pero era gato. Un gato que huye del agua porque sabe que si entra dentro de su cuerpo le colapsará los pulmones. Soy un gato que ronronea y huye del calor de otro gato, pero necesita al hombre. Soy una mujer gato en un mundo de perros leales y melancólicos, versados en un sinfín de leyes no escritas, defensores de su manada. ¿Acaso no se dieron cuenta que yo era gato? Un gato no tiene dueño nunca, entra y sale cuando quiere y cuando se aparea llora como un bebé. Yo lloraba a menudo, pero era de dolor al ver que no podía pertenecer a ninguna manada, sin embargo mi dueño pensaba que yo estaba grabándome su latido en la memoria. Me cuesta recordar su latido, pero oigo sus pasos. Y tiemblo, porque no deseo que se me acerque, porque no quiero que me hable. Porque si me toca, enarcaré la espalda y me retiraré unos metros a dormir, yo sola.
Este café no está mal. La dependienta era guapa. Muy guapa, tal vez. Estaba sola y se mordía las uñas. Pensé que estaba sola como pensaba que yo estaba acompañada, aunque siempre estuve sola. Ella se mordía las uñas y tal vez aquellos dedos gorditos dieran placer y amor. Tal vez sus dedos no estuvieran solos y buscaran el latido del corazón, la vibración en el pecho, la sacudida imperceptible en la sien  que se besa por costumbre. Nunca besen por costumbre, aunque no lo hagan nunca. Si besan por costumbre llegará un día que el corazón muerto no les dejará mover los pies hacia el que espera. Nunca besen por costumbre, ni amen, ni digan que aman. Nunca. Sean gatos. Siempre sobrevivirán.



Si un día sienten el crujido del corazón, no se rebelen. Al rebelarse ahogan el maullido de su gato. Dejen que su gato pasee por su vida, déjenle. Déjenle que se estire, que mire con indiferencia lo que le rodea, que pruebe sus uñas en todo lo que le parezca inerte, aunque a veces no lo esté. A veces lo vivo parece muerto y el corazón late sin propósito, intentando una carrera que no acaba. Hacia la vejez, hacia la felicidad, hacia la permanencia. No hay que esforzarse demasiado por llegar a las metas de otro. Si lo haces, el corazón se muere antes. Incluso encontrarás resistencia: nadie quiere que tu corazón se muera. Como si eso pudiera evitarse, como si la vida de  mi corazón pudiera hacer feliz a otro.
Si muero de repente, dice mi corazón, no me reanimes. Ya sabes vivir sin mí. Tal vez sea verdad la resurrección, y cualquier día brote de repente una forma de vida parecida a la que conociste, debes ser positiva. No eres la primera mujer a la que se le muere el corazón, pero tal vez seas una de esas que ya no vuelven a tener latido. Mi corazón de hojalata no te añora, esa es la verdad. Y tengo mucho más tiempo libre. Para hacer nada. Para escribir, para leer, para tocar el piano. Cuando compre la taza transparente pensaba que me compraría un piano, que estudiaría, que lograría dominarlo. Guardé la taza hasta hoy y no he llegado a tener piano. Nunca lo deseé lo bastante, me diría él, pero lo deseé mucho, tanto, que me dolió. Crecí con la pretensión de domar un piano de cola metida en un armario. Cerré el armario. Hasta ahora.
Mi corazón muerto reparte sangre sin criterio. No era necesario que fuese así, pero sonrosa mi piel, y da calor a mis manos. Da igual si están o no calientes. No quiero que las cojas ya. No lo necesito. Me he dado cuenta cuando te acercabas y yo me iba retirando discretamente, evitando cualquier contacto. No entiendo por qué esa obstinación ¿acaso no has escuchado el ruido? Es el ruido de un corazón hecho trizas, de un corazón decadente como una hamaca de rayas. Debe ser Venecia un buen sitio para morir. Morir en la playa, sola. Causar un sobresalto a un paseante, dejar que me encuentre Fernanda, que lleva veinte años paseando por la misma playa, como yo, aunque apenas hemos cruzado dos palabras. Dirá que ya estaba muerta, que se me veía en la cara y en el cuerpo escondido por la tela, en esa manera de evitar el contacto, en la mirada vacía de pez vidrioso, en el mal gusto que tenían mis atuendos, hechos para mí sola, sin el menor rastro de gracia. Fernanda seguirá paseando con disciplina. Tiene unas piernas magníficas que la llevan a todas partes, que luchan con las olas, que llevan su sonrisa a los extremos de la playa. Fernanda me mira y sabe que estoy muerta, así que si me muero y ella me encuentra, me dirá que lo sabía.
El crac lo has escuchado, no vayas a disimular ahora. Lo has escuchado atentamente y te has hecho el dormido. Has evitado mirarme las cuencas de los ojos, porque te dan miedo los abismos, y estás en tu derecho. Para mí estar presa del corazón vivo era un abismo, y ahora que he muerto, me he liberado. Me río de las profundidades abisales. Ya puedo ser un pez oceánico y feo, fluorescente y caníbal. Ya puedo ser lo que quiera, pero ahora no quiero ser nada. La nada del ahogado, con el agua invadiendo la nariz, y los oídos, flotando como una tabla de un naufragio, espantando a los bañistas, aunque ya no pueda hacer nada. Ya me dirán por qué se espanta uno de un muerto, cuando es lo más inofensivo del mundo. Un muerto es sólo un muerto, con el corazón parado y los ojos huérfanos de la sed de la vida. ¿Ves por qué te digo que estoy muerta? No quieres escucharlo, te da miedo. Tan valiente y tan cobarde. Hubo un día en el que encendiste mi corazón. Puedo adjetivarlo, pero no recuerdo qué se sentía. Sentir un corazón es… se me hace difícil. Es como si alguien hubiera apagado la luz mientras leo. No puedo encontrar las palabras. Tener el corazón muerto debe ser algo parecido a la ceguera. La ceguera de todos los sentidos al mismo tiempo y sólo el raciocinio que te impele a no desear nada. El suicidio no es mala idea. No molestas a nadie. Estarán mejor sin mí. Yo sé que te gusta esa chica. Será una buena madre para las niñas. Ella es buena y las peinará, las aconsejará bien. Tú  mereces alguien que te quiera.
Me meteré en el agua y me dejaré llevar.
Cuando el corazón está muerto no duele, porque ha dolido tanto antes que ya no se percibe como tal el sufrimiento. Un corazón sin calor y sin latido hace que la vida que queda sea un plan quinquenal, una programación, un trabajar por objetivos. Un corazón que hizo crac sólo impide que muera el resto de los órganos, que todo funcione, por si acaso resucita aún a tiempo. No deseo que vuelvas y sólo pienso en que lo hagas. Si vuelves no sé qué ocurrirá. Si vuelo a temblar habré de explicarte despacio que tiemblo de miedo porque no sé vivir sin corazón. No te permitiré que me digas que eso no es importante. Era importante el latido y tú no lo espiabas. Ahora te falta algo. Ahora ya no tengo nada. Porque con el corazón mueren los lazos que nos unían a las risas de los otros, a sus sueños, que eran los míos. Ahora imagino futuros separados en este presente ya partido: diferentes bellezas y lecturas, diferentes metas y fronteras…
La puerta no se abre y algo se me agolpa en la garganta, acaso un latido.
Es la certeza de que –maldito sea- es el vecino el que llega dando voces a los suyos, que le siguen con disciplina, rítmicos, voluntariosos. El vecino maldice a menudo a los suyos, les grita, les jalea. Supongo que tiene aún vivo el corazón, aunque su cerebro esté muerto. Dirá de mi que era rara y que no miraba a la gente a la cara. Que mi familia me quería, pero que yo estaba como alelada.
En realidad estaba poniendo atención a ver si el corazón me latía al fin o me dejaba morir. Al fin no me latía, pero me daba un plazo de espera, eso es lo que veía el vecino. Yo tenía cara de perdonarme, pero él no lo sabía.

Yo sólo era una mujer que esperaba cada día, un soplo apenas, de vida.

6 comentarios:

  1. BRU-TAL
    Un himno al desamor cantado desde la atalaya donde vive la esperanza

    De nuevo, gracias

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  2. Celebro que te guste, Fermín. Besos mil ;-)

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  3. Te sales, guapa! 👏👏👏👏👏👏

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  4. La primera palabra que me vino a la mente al terminar de leer esta amalgama de sentimientos fue "tragaluz". No consigo saber por qué. Un beso

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    1. Será una de esas imágenes que llevamos flotando en la memoria... Abrazos ;-)

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