lunes, 20 de marzo de 2017

Mala leche

El debate de la subrogación no sé si debería ser debate. Para parecer más demócrata puedo decir que sí, pero en realidad este debate me sabe a neoliberalismo sexual y a ponerle precio a lo que no lo tiene. Sólo puedo ver la subrogación como una esclavitud más. Otra más para añadir a la lista de cuantas nos ha puesto encima el patriarcado con sus enormes botas de pisar cuellos. Otra más.

Luis G. Chacón respondía a un tuit poniendo el acento en nuestra desmemoria, tan higiénica como galopante, y nos recordaba a las amas de cría de no hace tanto, nodrizas de la miseria, utilizadas sin rubor en situaciones en las que se mezclaba clasismo y necesidad.
Conocí a varias mujeres que ejercieron esta llamémosla, labor. Pero una de ellas me ha venido al presente con una nitidez que me daña. Durante su vida dio el pecho a muchos niños. Tuvo demasiados hijos y eso le permitió poder amamantar a los hijos de los caciques y los rentistas que necesitaban leche materna, aunque algunos de ellos, como ella me contaba, delegaban por comodidad o por repugnancia.
A punto de parir, se acordaba una especie de trato. Ella tenía un seno asignado al niño rico, el otro para el suyo. Siempre había de ser así, y la vigilaban mientras el niño lactaba. A veces una moza adscrita al servicio de la casa (una niña muy niña, por comer, básicamente), a veces la propia señora, que se aseguraba de que su niño fuera alimentado como ella pensaba que debía ser. El pago por la lactancia era en especie: viandas de buena calidad para que la nodriza estuviera bien nutrida, que muchas veces debían ser consumidas en presencia del donante, no se incurriese en la tentación de aliviar la necesidad de esa otra chiquillería famélica que ya no podía acceder a la leche de la madre. 
Me hablaba esta mujer de los celos de sus pequeños, de la falta de atención a esos otros hijos demasiado cercanos en el tiempo, demasiado pequeños para entender la aparición de hermanos y huéspedes. Me hablaba del sentimiento de culpa al doblegarse a los caprichos de la madre del niño rico, que la requería a cualquier hora, a cuenta de unos pocos huevos, de unas onzas de chocolate, de una cuarta de aceite.
Esta mujer cansada envejeció añorando al último de esos niños que le llevaban, cuya madre la eligió según me contaba, por la abundancia de su leche. Ese niño alargó la lactancia hasta que ya no hubo, y entonces, tanto él como su familia dejaron de frecuentar su casa. Poco a poco desapareció la familiaridad. Me contaba que veía al muchacho por la calle, casi un hombre, y que sentía el impulso de acercarse a él, aunque nunca lo hizo. El recuerdo del niño dormido sobre ella, con la boquita llena de leche, volvía de vez en cuando y me preguntaba intrigada si se sabía lo que soñaba un bebé, si era posible averiguarlo.

Otros caciques, otras miserias. Las mismas mujeres tristes.

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