martes, 3 de octubre de 2017

Nueces

Las manos de la niña son manitas de trapo, manitas hinchadas, manitas llenas de colores extraños. La piel de la niña rota atormenta al doctor que la vio primero, y que dijo que no estaba bien aquello, y que se retorció en la cama, en la silla, delante de la máquina del café.
-Voy a denunciar
-Tú sabrás.
- ¿Pero tú has visto?
-Yo no quiero saber nada.
Las manos de la niña rota mesaban el cabello del doctor mientras la examinaba. ¿Qué tomaban esas manos pequeñas? Imagina el doctor las manos, impulsando hacia arriba un globo, como él cuando era así de pequeño, aunque él nunca lo fue tanto, porque siempre le hicieron grande a fuerza del abrazo prieto, de la mirada  limpia.
-Pero debemos denunciar, y si no quieres, lo haré yo.
-Pero de mi no digas nada…
Oiga, señor, le diría la niña pequeña, si le pudiera pedir ayuda. Oiga, señor, me están matando un poco cada día, ¿me oye usted, señor? Te oigo, pero no te escucho, estoy preocupado por la letra del coche, por salir a cenar con el coordinador, por el ascenso prometido, no me vienes bien ahora, muriéndote tan temprano, antes de que lleguen otros que te vean antes que yo, y que se arranquen a ser buenos ciudadanos, sin obligarme a mi…
Oiga, señor, que me duele mucho, pudiera estar diciéndole, que me han hecho daño, que me han tocado, que no quiero cerrar los ojos… Me taparé las orejas, se dice el doctor, y la voz se debilitará poco a poco, y ya no la escucharé, porque no está aquí y yo soy una persona adulta, y no puedo ser esclavo de estas cosas, porque yo fui a denunciar, que sí que fui, una vez, y me escucharon, y hablaron de la maquinaria, pero la maquinaria nos aplastó a los dos, que parecía que todo cesaría muy pronto y cesó muy tarde, tan tarde, casi demasiado tarde.
-Tú tendrías que ser asistente social.
A veces no contesto cuando me hablan, dicen que soy despistado, pero lo que hago es ignorarles porque me repugnan y sólo contesto para mí.
Yo tendría que ser lo que soy, un médico que ve muchas cosas.
-¿Pero tú estás bien?
-El otro día vino una mujer que dice que le duele todo, y que engorda, y que no puede con la jaqueca. El marido no la escucha, los hijos la sobrepasan. Está mala de infelicidad, pero no se plantea cambiar esa vida venenosa que la enferma, porque si lo hace ya no sabrá vivir, porque está en una dinámica que la ha absorbido hasta no dejar nada de la que fue. Y le he dado unas pastillas, y se ha ido conforme, porque no quiere ser otra persona, sólo quiere que no le duela, y eso es casi imposible sin variar las condiciones.
-¿Y se lo has dicho así?
-No, sólo le he puesto la mano en el hombro y le he dado la receta.
Vaya par de cobardes hemos sido, ella y yo, yo y ella. Yo no quería que ella me dijera que estaba pensando en suicidarse, porque si me lo hubiera dicho, yo la hubiera mandado al hospital, y ella no hubiera ido, y el marido hubiera venido a buscarme, o el hijo me hubiera rajado las ruedas. Yo soy temeroso de Dios y de esta gentuza que coge a una mujer buena y la convierte en una enferma, pendiente del desprecio diario, que es mejor que la indiferencia, lo he visto mucho. Entran a la consulta delante de ellas, vigilan lo que dicen, minimizan cualquier cosa. Así no se puede, así no. Pero la última vez que le dije que se saliera ella estuvo peor. A saber lo que le dijo en casa. A saber lo que le hizo. No, no quiero cargar con eso.
-Pero sí has informado…
-Sí, y ha venido el marido a buscarme y me ha dicho que me va a partir el alma. Y ella no le ha dejado, porque no tiene dinero, porque no tiene dónde ir, porque no sabe que es capaz de vivir sin él y que sin él la vida será mejor. Y ahora lo de la cría.
-Que no me lo cuentes…
El doctor tiene pesadillas despierto, mientras hace que se encojan las hojas de una mimosa que le ha traído una paciente.
-Somos como la planta, peores que la planta.
Cuando todo pasa, el doctor tampoco puede dormir, pero no se siente culpable, porque la niña está lejos y la mujer se ha largado, según la vecina que sólo quiere algo fuerte para lo suyo, que son muchos años en el mundo. El mundo se ha hecho grande para la mujer, y tiene un sitio para ella. La imagina abriendo sus hojas, como la planta, tranquila, al fin, y a la niña rozándolas para ver cómo se estremece poco a poco…
El doctor ve la vida desde una nueva perspectiva. Con la cara aplastada contra el escritorio, sólo piensa en sus huesos esponjoso, convertidos en saco de nueces.
No ve apenas nada, porque le cae sangre sobre el ojo, tiene un sabor extraño en la boca y todo son gritos que le aturden.
-¡Reduzcan a ese hombre!
No sabe si ha sido marido, padre o hijo, pero cree haber distinguido, antes del golpe contra la tabla de la mesa, una advertencia que ya ha escuchado, una advertencia o un insulto, que no tiene huevos, que lo denuncie si es hombre, que le diga a él que no tiene derecho, que es su (mujer, hija, madre, hermana) y a él nadie le dice lo que hacer en su casa… Sí, es el saco de nueces, y eso es muy malo, y no sabe quién se lo ha hecho porque puede ser cualquiera de esos hombres que le consideran el soplón.
-Y ahora, cuidado con el cuello…
-Si yo le dije que le iban a partir la cara, y mira, sí que se la han partido…
-Vaya comentario más chungo…

-Chungo el animal este que ha venido, que ya se lo había dicho yo, que a esta gente hay que dejarla a su aire, que te arruina la vida…

No hay comentarios:

Publicar un comentario