martes, 28 de febrero de 2017

Mi heroína

Cuando conoces a Belén, algo en tí cambia. Belén no es una mística, ni quiere dar pena. Es más, creo que si detecta en ti algo de paternalismo sentirá el impulso de noquearte. Belén es una luchadora, una heroína, pero no en el sentido finalista de la mitología, porque ella quiere escribir su propia historia.
Hoy la entrevista Ana, otra mujer de esas que agradeces a la vida que te la presente. Ambas escriben la historia de muchos. Que no te toca, que no das el baremo, que no estás tan mal como crees, que te resignes. ¿Resignación? esa es prima hermana de la culpa, y Belén no habla nunca en esos términos.
Cuando alguien dice que no, alguien ha firmado antes que no, previamente. Si leen su blog, encontrarán mucho corazón y mucha protesta, de la buena, de la que hace pensar. Porque ella te coge y te sacude, sufres lo que una amiga suya, con inmenso amor llama "un belenazo", y ya no puedes ver las cosas de la misma forma.
Todas las curaciones milagrosas que Mónica Oltra citó en el parlamento valenciano, todas aquellas mejorías en la baremación son el atraco diario que hemos sufrido. Para unos es una viñeta en el periódico, una portada bochornosa, pero para la gente dependiente y sus familias es vida, y la vida se mide en tiempo, pero también en calidad. Eso es lo que nos hicieron los yonquis del dinero. 
Por eso te pido que hoy leas su entrevista, te asomes a su blog, mires sus enlaces. Te pido que pienses qué puedes hacer como ciudadano para que estas situaciones cambien, y que te plantees que cada vez que hay un recorte no es en dinero: es en salud mental, en bienestar social, en ética, en vida.
Y que esa silla que acompaña a Belén  un día de estos será como la tuya, por enfermedad o por vejez, que no te vas a librar de pasar por caja. 
Abre el blog, mírala a los ojos y dile que esta no es también tu batalla...

martes, 21 de febrero de 2017

Amantes


Matilde Solís, viuda de Pedro Laínez, tiene una amante de pelo gris, Carmen. Son amantes desde hace cuarenta años y aunque sus hijos lo saben, nadie dice nada. Cuando van de excursión con la gente del pueblo  piden una habitación doble y cierran por dentro. Malditas camas separadas. Y si no esa puñetera costumbre de clavar la mesita a la pared… Tirar el colchón al suelo parece la única opción para dormir juntas, pero una cosa es tirarse al suelo y otra levantarse. Las rodillas, la cadera, los ligamentos, la artritis... todo eran impedimentos pero para voluntad de hierro, la suya. Carmen era expeditiva: para no poder dormir con ella se quedaba en casa, faltaría más. En una habitación de hotel de costa, dos ancianas suspiran abrazadas, sonrientes, sentadas a ras del suelo, mirando el mar desde la ventana. Se sienten tan afortunadas que empiezan a sentir que todo puede estropearse: es un mordisco de rata en el corazón que a veces asalta a la felicidad verdadera. La angustia anida en la tierra de la alegría y echa raíces profundas que se alimentan de dolores pasados, de traumas no resueltos. Carmen y Matilde quisieran vivir cien años como ahora. Pensar una en la falta de la otra las hace caer en un segundo de desesperación que se esfuma con un beso inesperado, como ese primero que llegó tras unas copas de anís dulce en la verbena de San Bartolo. Matilde aún nota cómo le da vueltas la cabeza y los dedos de Carmen jugando con el pelo de su nuca, la respiración, el contacto… Nadie advirtió lo que ocurría debajo del emparrado del bar, donde no quedaba nadie porque después de terminar la cena todos se habían ido al baile. Carmen y Matilde se quedaron mirándose una eternidad, se cogieron de la mano y estuvieron así, acercándose poco a poco, hasta encontrarse. No se separaron desde entonces, y mantuvieron su historia en secreto durante tantos años como vivieron sus cónyuges. Fueron buenos compañeros, leales, amigos después de todo.  Piensan arreglar el testamento para dejarse la casa la una a la otra. Cuando hablan de esto Carmen siempre termina llorando.

-Si te mueres, me mato, asevera.

A lo que Matilde responde:

-Eso lo dices en un arrebato, los chicos no se lo merecen. Son buenos chicos que necesitan a su madre. 

-Tú sabes que son unas fieras, no me vengas con esas.

-Fieras... no sé...

-Fieras. Ponles un cheque delante y verás. Matarían a su madre, por lo menos Felipe. Le han salido a mi tía Loreto, seca por dentro y por fuera. Seca como un pedernal. Menuda lengua viperina... Yo creo que lo de mi tía era porque estaba virgen y mártir.

-¿Tú crees?

-Y tanto ¿te acuerdas cómo tenía la piel? Como un lagarto.

-Bastante tendrá que ver eso...

- Pues sí que tiene que ver. Yo por la mañana me echo una cremita y me digo “para cuando venga mi mujer a quitármela a mordiscos”

Matilde y Carmen están ultimando lo que ellas llaman “el soponcio”, que consistirá en comunicar a la prole que se aman, lo que a la postre no es una gran idea porque el piso tiene un bocado importante. Dar al dinero vela en el entierro hace que no por deseado llegue antes.

A veces de un hijo a una hiena sólo hay cien mil euros de diferencia.

lunes, 13 de febrero de 2017

Ya sabes

Ya sabes cómo es ella. Es como la alamanda. Se enreda en mi corazón y casi lo asfixia, le da flores que lo perfuman. Lo llena de fresco, de verde.

Ya sabes cómo es. Como la flor de cactus que dura un día, hecha de papel de alas de mariposa, fundida en soles, brillando con chispas de fragua en los ojos.

Ella es mi mujer. Digo que es mía y miento. Ella es libre como la fragancia del jazmín, como la escama de la mariposa, como la lluvia que entorpece sus alas.

Tal vez sea la lluvia yo, y ella, mariposa de papel fragante, no pueda remontar el vuelo si lloro sobre sus alas.

Ya sabes cómo es ella. Nada la ata y transcurre por mi corazón como una exhalación frutal:  mujer de besos lanceolados, de sonrisa púrpura,  de mirada oceánica, de raíces hondas.


Ya sabes, no hace falta decir más. Ella es, sin más.

lunes, 6 de febrero de 2017

Mirko


Mirko, asesino ocasional,  sale de una portería con la cabeza gacha, puesta la capucha, con paso firme. Le sudan las manos. En una de ella lleva una navaja que hundirá en el cuello de un desgraciado, quizá tanto como él, aunque eso ya da igual. No quiso saber nada de él y tampoco le dejará que le vea la cara, esto es sólo trabajo. Un trabajo es un trabajo, nada más. Mientras camina ve a lo lejos el puente sobre la carretera donde miles de luces la dotan de vida. Pudiera ser un puente sobre un río y pudieran estar los hombres hablando sentados sin prisa, viendo pasar el agua. Si fuera aquel río suyo, aquel puente, se lanzaría desde lo alto a la poza, para que el agua fría desentumeciera su corazón de campesino sin tierra, y correría entre las cañas para que las mujeres se rieran con picardía al verle con los calzones mojados, pegados a la piel. Buscaría a Ana entre ellas, la miraría con la luna brillando sobre el pelo, le daría un beso y saldría corriendo tan feliz que creería morir al verla llevarse la mano a la mejilla, fingiendo un enfado que no era más que la espera de otro beso, de otra noche con la luna sobre el río, su río. Quisiera mirar y descubrir al final de la vía las lomas donde aprendió a correr, alfombradas de verde de forraje, salpicadas de reses sanas y felices que pastaban con parsimonia. Allí le enseñaron a ordeñar las ubres calientes de las vacas que giraban levemente la cabeza cuando estiraba demasiado; el sabor de la leche le llega a la boca mezclado con azúcar, que su madre echaba generosamente mientras removía la masa del pastel. “Ven corderito”, le decía, y él corría a acostarse sobre su pecho con la oreja pegada al esternón para escuchar su corazón latiendo sin cesar... Le hubiera agradado a Mirko ver aunque fuera por última vez las mieses, el carbón saliendo de la tierra en las vagonetas, los hombres tiznados, hercúleos y alegres duchándose, hablando de lo que harán cuando lleguen a casa y encuentren a sus novias, mujeres, a sus hijos...  Mirko quiere llorar cuando piensa que lo que más desea ahora es poder tocar un tronco recién aserrado, cogerlo con un gancho, echarlo al río para que se lo lleve, curso abajo, donde está su casa de contraventanas de madera, su casa de alero rojizo y dos robles en la puerta, uno por cada uno de sus abuelos, fuertes como los árboles que fueron plantados por ellos mismos. “Sé como el árbol, Mirko, crece derecho mirando a Dios” No podría volver nunca, nunca, la guerra le había robado el alma, ahora estaba perdido entre asfalto y alimañas. Quiso Mirko recordar cómo olía el aire entonces, cuando las vacas del vecino se metían en su casa y su hija le sonreía mientras las sacaba, y ya no pudo recordarlo apenas, y el olvido sombreó su mirada azulenca, tornando al muchacho en extranjero, al extranjero en matarife y al matarife -aunque aún no lo sabía- en un muchacho perdido que sólo quería volver a casa, a sentarse a llorar bajo del roble como cuando Ana se vino a Madrid a trabajar de camarera con su prima, aunque en realidad vino a que  le robaran el alma, como él iba a robar la vida de aquel hombre que está echando la basura en zapatillas, y cuyo delito era pedir un dinero prestado para las máquinas. 
Mirko cruzó deprisa la calle, para salirle al encuentro en la esquina, cuando vio salir unos piececillos al portal. El desgraciado tenía un hijo al que querer, así que aunque no podía dejar de matarle, no sería hoy. La clemencia de estas horas le acercaba al roble, a Ana, a casa. 
El matarife vuelve a ser niño un instante. Tal vez mañana busque a Ana. Si encuentra a Ana se irán. Mañana, sí. Mañana.