lunes, 30 de abril de 2018

Eliseo (3)


Segundo día de limpieza general: el dormitorio. El primer puesto en su lista de prioridades era cambiar el aspecto de las paredes. Antes de empezar ya estaba cansado, porque el papel –un toile de jouy berenjena que Tere encontraba muy elegante- estaba pegado a conciencia sobre capas y capas de flores y pautas geométricas. Intentó levantar una puntita del papel en un lugar discreto, y se dio cuenta de que sería una labor agotadora y con pocas garantías de éxito. Le costaría llegar al yeso, así que optó por no arrancarlo aún, y en su lugar ganar tiempo buscando un color saludable para pintar encima, porque aunque el papel no estaba perfecto, prefería convivir con unas cuantas burbujas que con todos aquellos pastores tocando la flauta y aquellas señoras con enaguas, congeladas en el movimiento pendular de un columpio que no colgaba de ninguna parte. Ya se taparía las orejas cuando llegara la supervisión de final de mes. Total, no estaba contenta con nada Tere, así que se sentía con valor para añadir la pintura a la lista de las decepciones que desgranaba con precisión cronológica cada vez que algo estaba donde ella pensaba que no debía de estar. Con un poco de suerte perpetraría la pintura antes de que ella llegara. Iría por la tarde a comprar imprimación y alguna cubeta de pintura de una  capa en color pastel. Dudaba entre el vainilla y el celeste, pero para qué engañarse, si había un lima de oferta, lo mismo terminaba dándole un toque tropical. Todo dependería del dependiente, de su labia y de su stock.
 Segunda estación: los armarios. Se subió a una silla para tener perspectiva de las alturas, y allí sólo encontró más y más tareas. Sobre el ropero encontró años de juventud metidos en cajas, precintados, etiquetados. Tenía la impresión de que podía tirarlo todo, porque desde que dejara aquellas cosas hibernando, hacía ya más de diez años, no había sentido la necesidad de usar nada de lo que almacenó allí. Sospechaba que todo era prescindible, puesto que no había necesitado abrir las cajas de nuevo. Sobre los trastos pensaba Eliseo lo mismo que sobre las personas: si hemos tardado tanto en vernos, por algo será. Se conoce lo bastante para saber que sus pertenencias estarían perfectamente ordenadas dentro de aquellos bultos, y que si algo estaba guardado era porque él lo consideró importante en su momento. Pero sus metas habían cambiado, y por consiguiente, las herramientas necesarias para realizarlas, también. Sacó el cúter y cortó los precintos. Como sospechaba, todo estaba en una especie de puzle armónico. La variedad era grande. Apuntes. Folletos. Fotocopias de libros que ya tenía. Postales de viaje. Postales recibidas. Postales devueltas. Había un par de fotos de sus sobrinos. Los lleva en brazos, regordetes y perfumados, dulces, sonrientes. Tenía hasta los negativos para hacer copias. Entonces pensaba de sí mismo que sería un buen padre llegado el caso y que si eso no ocurría no le importaría preocuparse por el bienestar de los chiquillos de su hermana. También acariciaba la idea de casarse con una mujer que tuviera un par de niños. Los iba a querer igual, de eso estaba absolutamente convencido, pero tampoco eso ocurrió, y como quiera que Tere en este tema fuera con él más arisca de lo que estaba dispuesto a soportar, fue cortando amarras hasta llegar a su situación actual. Frente a las cajas se sintió poderoso, pues deshacerse de todo aquel pasado le haría sentirse más ligero. Se había prometido tirarlo todo para hacer hueco, en el momento en el que tuviera valor. Y tuvo valor. Y lo tiró todo. Lo apiló en el pasillo y lo bajó al contenedor sin un ápice de remordimiento. Al hacerlo ya no era estudiante, opositor o joven promesa de nada. Ya no era el hermano o el hijo de alguien. Era sólo Eliseo Serrano, pasante en un bufete, licenciado en derecho y tenía huecos para llenar sobre el armario. Para poder acabar con todo aquel asunto, salió al balcón con una lata de tomate vacía y metió dentro unos papelillos que contenían años y años de angustias resumidas en cuatro palabras que perecerían en breve.
Susana lleva un rato observándole. Daría un Potosí por saber qué había escrito en esos papeles, porque antes de hacerlos un gurruño minúsculo, el hombre de la camiseta arrugada los había leído y se había quedado mirando  a la nada con esa cara que tiene a veces, que no se sabe si está desconectando o muriendo de gozo. Le da que ha visto en la tele, a esas horas que sólo hay partidas de póker, a una vidente que quema cosas en botes con la intención de eliminar los sinsabores de los que llaman desesperados a los números de facturación especial. Susana está convencida de que la vidente echa algo para que prenda la miseria humana, porque la llama sale elegante y azul como en un mechero de gas y la cosa arde alegremente, tanto que cualquier día se soflamará hasta  las cejas, y entonces veremos a ver quién lee los padrastros de los crédulos, esa forma de clarividencia que parece un chiste del pescadero, pero que es real como la vida misma, esa vida de gotelé y caldo concentrado a la que Serrano estaba empezando a renunciar. De hecho, Susana le había visto aparecer en el portal con una bolsa de la que sobresalía algo que parecía verdura. Lo que daría ella por un hombre cocinillas, después de estar una vida guisando para hombres que aplastaban las colillas en las tazas del café después de terminar de comer el menú de currante. Susana estaba cansada del bar. Aún no se lo había dicho a Paco, pero quería dejarlo. Aún no sabía si a Paco o al bar. Ya no se acordaba de ellos dos sin un fondo de sofrito, sin el antigrasa entrándole por la nariz hasta el cerebro, sin esa lista de tareas que no se acababa y que era como la de la compra, escrita una y otra vez en trozos de papel reciclado, mayormente en hojas de calendario usadas. Al volver las listas por el revés veía anotaciones en los días del mes que correspondiera. Todas las citas del médico. Las ortodoncias. Los pagos. La revisión del coche. La reunión con el tutor del niño. El banco. La gestoría. Todo eso que no se puede dejar de ninguna de las maneras y que se hace puntualmente para dejar su puesto de prioridad a otra cosa que se realiza y deja también de ser importante, y así, hasta el infinito que se aleja, como el horizonte del descanso, cada noche. Gracias a prismáticos y telescopio conoce nuevas formas de vida que le hacen cuestionarse la suya. Reconoce el tedio en cuanto lo ve, y Eliseo, para ella aún un desconocido sin nombre, estaba realmente  enfermo de rutina hasta el día de las bombillas, en que comenzó una transformación asombrosa. Después  vino el frenesí del orden, que la hizo pensar en tantas y tantas cajas como tenía en el trastero de la terraza, cajas que no recordaba en absoluto hasta entonces y que iba a distraer poco a poco sin la ayuda de Paco, en un ejercicio de liberación personal. Le intrigaba cuál había sido el detonante de aquel cambio de vida que había empezado Eliseo. Susana se siente contagiada por los actos del vecino sin nombre, y acaba de recordar que tiene que llevar cuidado, porque Pili es especialista en comportamiento humano y acecha a las señoras que le piden cajas vacías. Ella opina que ante eso, o te mudas o te divorcias, o las dos cosas juntas, y ella no estaba preparada para soportar su tercer grado. Pili la veía desde hace veinte años a las siete menos cuarto de la mañana, cuando ella se llevaba el pan para  los desayunos. A esas horas no se puede mentir a una amiga. Intentará que vaya Paco, aunque eso lo mismo resulta más sospechoso… Lo consultará con la almohada, esa almohada de la que Paco ha tomado posesión. No hay forma de hacer que la suelte sin despertarle, así que Susana mulle un cojín y se tumba en la cama, en posición de difunta, con las manos y los pies enlazados. Estoy muerta, se dice con resignación, para cambiar de posición inmediatamente y ver a Paco, su Paco, desparramadamente feliz y sereno, soñado cualquier cosa buena, a juzgar por la sonrisa que le posee. Incluso si se queda mirándolo un rato le ve soltar una carcajada con sordina, que ganas le dan de despertarle, porque no entiende qué le produce ese estado de felicidad que ella envidia. Cuando Paco es tan feliz, Susana opta por levantarse a otear y así dejar pasar las horas hasta que sale Misha y arranca el coche para ir a la cantera tras unos cuantos intentos, pero esta noche tiene mala suerte, porque es fiesta y poco o nada se ve moverse desde su posición. Todo parece en calma. Tras el pequeño aquelarre de Eliseo, la luz se ha apagado y sólo queda el monitor parpadeando, como una especie de corazón mecánico y latente que le dice que todo estará a medio gas muchas horas. Qué larga es la noche, se dice Susana, mientras ve pasar a Pili por la calle. Juraría que la ha visto. Lo sabrá cuando vaya a recoger el pedido, menuda le espera. Pili nunca se da por vencida cuando cree que hay algo que averiguar, y ella lleva escrito en la cara algo que no quiere decir, pero que será hábilmente hilado por la panadera, a efectos prácticos, la mejor psicoanalista de la galaxia.


lunes, 23 de abril de 2018

Eliseo (2)



Tras una noche muy poco emocionante, Eliseo se levanta estirando las puntas de los pies para llegar hasta las zapatillas. Toma conciencia de su cuerpo poco a poco, enarcando la espalda, desperezándose sin escatimar ruidos varios, guturales, caprichosos. Las ventajas de estar solo se miden en estos pequeños detalles; este pensamiento le proporciona una gran satisfacción y le reafirma en su idea de que una existencia solitaria es una fuente sin fin de satisfacciones. Sin ir más lejos, su madre le reprendía muy duramente ese  bostezo exagerado y sensual que emitía tras las comidas. Estar solo es complacerse a uno mismo, hacer lo que el cuerpo pide en cada momento, se dice un Eliseo en paños menores. Tere ha cogido el testigo de su madre; le calificaría de salvaje si le viera ahora mismo, rascándose con deleite, según ella, con la insistencia de un perro pulgoso. Ha dejado el hombre la persiana levantada, tiene vocación de americano, le gusta pensar que se ha contagiado de su espíritu práctico. Se ha dado cuenta de que en los telefilmes no hay persianas en las casas, y eso es lo mismo que decir que son perfectamente prescindibles. Este argumento le viene de fábula, ahora que la persiana del balcón no baja y ha logrado nivelarla en la parte superior. Algo que replicar a Tere cuando se deje caer a final de mes para cerciorarse de  que no vive como un salvaje, y de paso compruebe con rigor casi científico el glorioso chirriar de las bisagras, los cierres que no cierran y las persianas que no suben o no bajan. Tere viene siempre a final de mes a ver si se ha muerto. Se lo dice a las vecinas. Cualquier día salgo en las noticias porque le han encontrado tieso. Tere se ve tapándose la nariz con un pañuelo y poniéndose una pizca de Viks Vaporub bajo la nariz para no recordar que somos polvo y que nos convertimos en polvo en un proceso muy poco edificante. Así es Tere, pura ansiedad anticipatoria, una olla a presión donde se cuecen los augurios con un chorrito de angostura. Eliseo nunca ha entendido ese ir por delante, abriendo abanicos de posibilidades que él mismo no sabía que existían, todas siniestras y rebuscadas. Los hermanos se parecen más de lo que creen, opina la portera: los dos sienten pena el uno por el otro, y ambos son felices a su manera, sólo que Tere quisiera volver al solterón un señor y poder pasear con él por la calle de vez en cuando, desterrando el hule y el Hola y Eliseo sueña con echar a Tere de menos en el sentido bueno del término, es decir, hacer él por verla a ella, en lugar de suspirar con fastidio cuando la escucha subir los escalones como un pajarito y tocar con los nudillos la puerta, aunque haya un timbre con un ding dong muy cuco. Eliseo cree que da a la puerta por no darle a él. Hay en su gesto un toque agresivo que tiene que ver más con el fastidio que con la impaciencia. A fuerza de años de este aporrear la puerta hay en el barniz un algo deslucido que evidencia la presencia remota de la hermana, como esos círculos que se quedan en la pared, como auras, justamente encima de las sillas de las salas de espera, y que empujaban a nuestro héroe a esperar siempre de pie o sentado con muy poco sosiego en los lugares públicos, con una especie de reparo que no era asco, era más bien un desasosiego parecido al que le invadía al ver la raya negra que dejaba el perro de su vecina en la pintura de la escalera, cuando bajaba nervioso por razones obvias, restregándose contra la pared.    Esos círculos grasientos, dibujados a la misma distancia, eran el testimonio de muchas horas de espera. Cabezas aceitosas y pesarosas. Cabezas de pelo cardado y escaso. Cabezas donde bulle todo tipo de especulaciones y que caen hacia delante un tiempo, para dejarse vencer más tarde, hasta que alguien recita un nombre y la laxitud se vuelve energía, y el sueño vigilancia. Cualquiera ha estado así, esperando  una noticia que es mejor que no llegue. Eliseo era un hombre que esperaba pacientemente, pero aún no sabía qué. Cuando era un adolescente indolente, ante las preguntas insistentes de su madre, sólo decía una frase con ese aire misterioso que entonces invitaba a la colleja: voy a dejar que la vida me sorprenda. Su madre, decepcionada, siempre contestaba lo mismo: la vida no sorprende, atropella.
 Eliseo se ha levantado de buen humor y se mira al espejo, satisfecho de sí mismo. Se pellizca la barriga blancuzca que hay bajo una camiseta de Instalaciones eléctricas Conquer como queriendo averiguar cuánto le sobra. Definitivamente está muy bien, aunque tiene que tomar más el sol. Ha decidido que con esa camiseta y un vaquero puede ir por el pan. No ha reparado, en su indulgencia habitual, en esas arrugas paralelas que llenan la espalda de la prenda, plegada como un acordeón durante bastantes horas de sueño. Serán la comidilla de la parroquia de  Pili, la panadera cañón que le venderá dos baguettes de masa congelada y crujiente, ese tipo de pan que un señor muy serio calificó en la tele como “porquería calentita”. También hay que tener ganas de ofender, se dijo en ese momento Eliseo, y se juró ser fiel al afrancesamiento de la masa prehorneada y a los tobillos de Pili, que eran como una unidad estética, apetitosa y cálida, mullida, dorada y alimenticia. Eliseo, de natural confiado y poco dado a profundizar, pensó que era simpático que un sujeto como él, estancado en los cuarenta y tantos desde hace veinte, fuera con aire casual a llevarse el desayuno que ella le daba en mano con aquellos guantes guateados de estampado británico que constituían un puente insalvable entre el uno y el  otro. Intentó retener su mirada cuando ella le dio el cambio, pero fue inútil. Nunca se rozarán nuestras manos, pensó, en un arrebato de almíbar insoportable. Notó como varios pares de ojos le seguían con curiosidad mientras salía de la panadería, rumbo a casa. Tal vez su pensamiento era evidente, y esa idea le hizo enrojecer. No le pasó por la mente que a veces se mira sin calidad, y que es aburrimiento y nada más lo que guía la mirada del otro. Antes morir que hablar con ella de otra cosa que no fuera pan, se dijo. El ascensor le devolvió la imagen de un hombre cansado que parecía haber pasado la noche huyendo de alguien. Es mortal este plafón de led, pensó, amenazado por la verdad evidente del espejo limpísimo que aún olía a limpiacristales. Tuvo una revelación entonces, cuando  reparó en que en su casa la luz era mortecina y amarillenta. Tal vez si cambiaba las bobillas empezaría a ver las cosas más claras. Tomó medidas y esa misma tarde, armado de escalera de aluminio, la luz, al fin, se hizo.
Tras un rato de maniobras en las alturas, encendió las luces, orgulloso. Podía hacer lo que quisiera en esa claridad que casi hacía daño. Se veían los desconchones de la pared, a la altura de los sofás. Muchos años de roce sin cariño habían desgastado el gotelé dejando el yeso a la vista. Tal vez tendría que poner un friso, uno elegante, como de consulta de pediatra. Los muebles también tenían una tonalidad diferente, y la indiscreción de esa nueva claridad dejaba al aire vergüenzas varias, como la cochambre del canteado de los muebles de melanina o las manchas en el latón de los tiradores del  buffet, que recordaba como señoriales y elegantes y que habían mutado en baratijas por obra y gracia de las luminarias de bajo consumo. Se sentó en el sofá a mirar el panorama y no pudo menos que sentir una aplastante sensación de desánimo. Tenía trabajo para tiempo, así que comenzó por quitar un montón de revistas atrasasdas de una mesa de café que siempre estaba en el mismo sitio, una mesa que había adquirido un paño opaco y dudoso que hizo desaparecer con un limpiador alcohólico y expeditivo. Las revistas también estaban para tirar, así que hizo un montón en el pasillo para bajarlas al reciclaje. Durante varias horas, Susana contempló la actividad febril del vecino del bloque 20, que ya no era un vecino cualquiera, porque en aquel edificio casi soviético todas las persianas estaban echadas menos la suya y la luz también era distinta. Parecía que no le diera miedo que alguien como ella fisgara sus miserias. Se había agenciado un telescopio de su sobrino, aprovechando una limpieza general, y con él supo que el hule ahora ya no era aquel herido por las colillas. En su lugar había uno que simulaba etiquetas de hotel antiguas, más propio de un piso de estudiantes que de un señor de sus años, aunque en esas horas laboriosas no hubiera sabido decir Susana la edad de su vecino, viéndole correr mocho aquí, bayeta allá. Hacia las tres de la mañana Eliseo hizo un descanso, y reparó en que tampoco Susana dormía, y que podía verle perfectamente con sus nuevas bombillas. Tuvo entonces un sentimiento nuevo. Le daba igual que le vieran. Tenía el comedor hecho un primor.



martes, 17 de abril de 2018

Eliseo


Eliseo Serrano ha apagado el cigarro con prisa contra el mantel, pensando que lo hacía en un cenicero. Es lo que tiene andar a oscuras a las tantas, para no ser visto por alguien que siempre está acechando, donde menos te lo esperas. La noche está llena de ojos y orejas; esa lección la aprendió muy pronto, cuando una vecina le vio cortar unas flores de un parterre para su novia de entonces,  hecho que fue calificado de gamberrada y descrito con detalle  a la policía por un vecino que vivía a dos casas del jardín en cuestión. El vecino fumaba tabaco de cuarterón y se paseaba por la calle en camiseta imperio y pantalones de tergal, porque él era muy español y viril,  y recorría las aceras con pose de vigilante, repartiendo desasosiego entre los que se le cruzaban sin mirarle a la cara, coronada por unas gafas opacas y gruesas. Siempre hay alguien que lo ve todo, reflexiona Eliseo, lamentándose por el mantel, que al ser sintético, ha cedido al calor dibujando un círculo perfecto. Mañana comprobará el nuevo agujero, trasunto de su propio corazón, poroso y quemado, traspasado por las penas que intentaba ocultar apagando la luz, cualquier luz, cuando la vecina de enfrente salía al balcón, a espantar sus demonios mayormente, y fijaba su mirada en  dirección a su casa, obligándole a apagar todo lo que pudiera dar una pista de lo que ocurría dentro de su piso. Lo que Eliseo no sabía es que su vecina no veía apenas de lejos y que sólo miraba hacia allí para evitar mirar en dirección a una farola que había en la dirección contraria.  La vecina, hace ya bastante tiempo, se mudó ilusionada con la idea de la farola cercana, porque así, pensó ella, podría leer toda la noche. Pero la noche duró más de una lectura, y la farola se volvió peligrosamente luminosa, y comenzó a evitarla, a ella y a los bichos que acudían a ella, topando obstinadamente contra el cristal, llenando la noche de pequeños golpecillos que eran como esa gota del grifo que se resiste a morir. Estos detalles no eran conocidos por el hombre, que cuando se tropezaba con la vecina, evitaba mirarla a los ojos, pensando que ella atesoraba grandes dosis de información sobre su vida personal. Pensaba Eliseo que desde el balcón del edificio de la vecina, en lo sucesivo, Susana,  se veía con nitidez la pila de revistas del corazón sobre la mesa, las colillas en el cenicero, la indumentaria espartana, el gotelé de las paredes, la cristalería de su madre, con aquellas copitas de anís que nunca había usado nadie, vecinas de un marinerito con las manos sobre el pecho, amarillento en el recordatorio de un día ya perdido.  Eliseo temía que Susana le hubiera construido como un soltero en calzoncillos, que fuma viendo las casas de la aristocracia, sin una pizca de glamour, sin más compañía que un pez convenientemente alimentado que va y viene en una pecera esférica ambientada con unas algas y unos corales de plástico. Tampoco había profundizado mucho en sus miedos Eliseo, porque el cómo le veía la vecina era un misterio fácil de resolver, puesto que ambos estaban a la misma distancia y él, desde su atalaya, sólo acertaba a saber que a lo lejos vivía una mujer que tampoco dormía, sin poder dar ningún dato más, porque aunque la conocía de vista, no había nada en ella que fuera digno de mención o facilitase pistas sobre su vida cotidiana, pero él, sin saber por qué, tenía la certeza de que Susana, en el caso de que le encontrasen momificado tras quedarse pajarito, podría aportar datos que harían que el rubor subiera a la cara de su hermana Tere, a la que no veía desde hacía casi un año y que le tenía por un pobre hombre, porque a pesar de que reconocía en él a un hombre inteligente, nunca había disculpado su mala suerte, que para ella era una absoluta falta de carácter, que era arrojada a la cara de Eliseo, eso sí, a la menor ocasión. Lo que le faltaba a la pobre Tere, escuchar en las teles que su hermano era un triste al que la vida sólo le dejaba  recibir el amor de un pez que ni siquiera podía retenerlo en su memoria; también es mala suerte, diría Tere, que te hagas una momia y nadie se dé cuenta, y nadie te eche de menos, y sólo te acompañe un pescado podrido, flotando en ese horror de pecera. Tere hubiera puesto un buzo en el fondo de la pecera, y otro par de peces compatibles, para que unos fueran y el otro volviera nadando en una coreografía sin  fin. Tere tiraría sin dudar las copas de anís y la foto de comunión de su hijo, que se hizo punki y después cooperante, y que ya no ha vuelto más que un par  de veces a casa para terminar discutiendo con su padre, que sueña aún a día de hoy con que el niño se haga policía municipal. Eliseo enrojece al pensar en el enrojecimiento de Tere, en su sobrino y cuñado, y en el pobre pez al que llama Nemo, porque le parece nombre de pez, como  Toby lo es de perro. Mientras Eliseo se ve momificado en mitad del pasillo con la bata de levantarse de la cama, Nemo hace burbujitas ajeno a todo, lo que Eliseo interpreta como un síntoma de conformidad con la vida. Eso sí es vida, se dice. Qué coño. Envidia al pez.
Eliseo tiene un ordenador pequeño, un portátil que se peta, según el hijo de la panadera, su hacker oficial, un chico de apenas quince años, que le recuerda que fue joven una vez, que arrancó flores, que invitó a una chica a la noria, una chica que se mareaba y le cogía del brazo mientras él miraba sus rodillas redondas, esa chica que se casó con un amigo suyo que terminó político; ya se veía que tenía mucho futuro, eso decían sus tías cuando le encontraban en los eventos familiares, que encontraron natural que no le eligiesen a él como pretendiente: Eliseo, hijo, que eres muy soso y ganas poco de pasante, en cambio a este chico se le ve otra ambición, que eso es lo que quiere una mujer con planes de futuro.
Eliseo, aunque se oculta por pura comodidad, quisiera ser visible de vez en cuando,  pero se da cuenta de su error después de buscarse en google por consejo de su hacker, ya que ni siquiera aparece. Lo que Eliseo no sabe es que es lógico, porque no tiene nada a su nombre, ni multas de tráfico, ni un negocio que publicitar. Su perfil de facebook tiene pocos amigos, ¿realmente será tan soso como le decían sus primas?... Pero es que a él no se le da bien salir de vacaciones, ni hacerse fotos con cafés con leche, ni dedicar canciones de amor. Ni siquiera siente grandes filiaciones políticas, es uno de esos hombres trágicamente equidistantes entre los dos extremos de la nada. A él sólo le gusta leer cosas curiosas que cuelga la gente sobre otros lugares del mundo, leer el periódico un poco y curiosear en la misma proporción. Nada de filiaciones, nada de compromisos. Le resulta entretenido ver la evolución de sus conocidos, lo mayores que están sus hijos, los noviazgos eventuales. A veces le llega una solicitud de amistad de una chica coreana o de un militar americano, y se queda un rato pensando hasta que lo rechaza, intentando no sucumbir a la tentación de aceptar que alguien que no le conoce hurgue en su vida, aunque su vida, en buen criterio, no tenía mucho que ofrecer comparada con otras vidas más lustrosas. Impugna la solicitud de los desconocidos y espera la aceptación de sus conocidos, que a fuerza de tardar no llega. Qué paradojas tiene esta vida. La gente que es amiga de facebook apenas habla con él en persona. La gente que no acepta sus solicitudes  le habla sin empacho alguno cuando se lo encuentra, obviando el asunto, desatando manantiales de vergüenza en el hombre, que agradece al menos esta forma de amistad que antes era la única y que ahora se ha vuelto incompleta sin un refuerzo público a base de aprobaciones y exaltaciones.
Susana no entiende qué motiva al hombre del bloque 20, qué le mueve a ir vagando a oscuras, que se va a partir el alma. A veces sabe que está porque de lejos se ve el parpadeo azul cobalto del monitor, que se pierde de momento, cuando el hombre eclipsa con su cuerpo errante la luz que destella, rítmica e indiferente. Le ve desde lejos leyendo, durmiendo. Qué vida  más rara tiene este hombre, se dice ella, que está apostada con unos prismáticos que ha comprado en internet para cazar de noche, o eso decía en la web, que le prometía una visión nítida a más de 50 metros en la más absoluta oscuridad. Si  la oscuridad de una mente pesimista se pudiera desentrañar con unas lentes, no habría hombres como Eliseo, se dice Susana, mientras intenta dar calidad a su visión y descubrir, de una tacada, un agujero enorme en el mantel de hule. Qué triste, un hule con un agujero, se dice Susana.  Y el Hola.
Este hombre es un chollo se mire por donde se mire.

(Continuará)



lunes, 9 de abril de 2018

Desazones


La vida se compone de muchas felicidades. Pocas como la de aprender, sólo comparable a la de amar, tal vez, y compartir el amor, o mantener a salvo tu camada, poco más. Poco más. Aprender significa comprender. Saber qué lugar se ocupa en los engranajes celestes, saber si en el gran sistema que no para de reajustarse, hacemos la labor que tenemos encomendada. Saber cuál es nuestra labor. Ejercerla con eficacia, variar nuestro cometido si es preciso. Volver a funcionar en otro hábitat, con otras personas, con otras metas. Variar esas metas, trazar un plan, otro alternativo, dos, diez. Aprender de todo ello, siempre. Ser como esa mano derecha que conversa con la izquierda en una partitura que parece un todo y que tiene varias lecturas horizontales y verticales. Cuánto colorido adquiere aquello que se disecciona, cuántas fases, o capas, o motivaciones. Cuántas emociones en el momento de la revelación que es fecunda y atropellada, en ese vendaval que no cesa de ideas y de palabras.
Cuánta felicidad hay en la comprensión de las palabras. Cuánta en su unión, armoniosa, íntima, delicada, irremediable. Cuánta en la creación, en el proyecto, en la expectativa. Cuánta en los universos numéricos,  en los lenguajes de la ciencia, en las proporciones del arte complejo, en las soluciones valientes a los problemas horribles. Cuánta entrega hay en un investigador cada día, cuánta falta de vanidad en su búsqueda, casi mística, de la raíz de las cosas, de la comprensión de sus microcosmos, de sus  propios límites.
Cuánto veneno hay en una educación excelente sólo para ricos (o para blancos, o para payos, o…). Cuánto veneno hay en provocar esa ceguera social, esa alienación irreparable, esa credulidad, esa maleabilidad… No hay nada inocente en meter las fauces en la educación. Hay un plan. Un gran plan cuyas secuelas padecen generaciones enteras.  Un plan ideológico escrito hace muchos años. No hace falta que diga más sobre esto, otros han teorizado sobre este particular con mejores mimbres.   Sólo les transmito mi desazón; este caso de Cifuentes nos pone sobre la pista de ese asalto que no para. La picaresca y la desidia, las poltronas, las malas costumbres, esos derechos adquiridos de aquella manera… Cada nuevo envite contra la educación pública nos saca del camino de nuestro futuro, que como antes, tampoco ahora está escrito, digan lo que digan los de siempre.  Nos, somos los que no estábamos llamados y llegamos con unas pesetas en el bolsillo y los ojos muy muy abiertos, pensando en encontrar, en comprender.  Y ahí seguimos, todavía.