lunes, 30 de abril de 2018

Eliseo (3)


Segundo día de limpieza general: el dormitorio. El primer puesto en su lista de prioridades era cambiar el aspecto de las paredes. Antes de empezar ya estaba cansado, porque el papel –un toile de jouy berenjena que Tere encontraba muy elegante- estaba pegado a conciencia sobre capas y capas de flores y pautas geométricas. Intentó levantar una puntita del papel en un lugar discreto, y se dio cuenta de que sería una labor agotadora y con pocas garantías de éxito. Le costaría llegar al yeso, así que optó por no arrancarlo aún, y en su lugar ganar tiempo buscando un color saludable para pintar encima, porque aunque el papel no estaba perfecto, prefería convivir con unas cuantas burbujas que con todos aquellos pastores tocando la flauta y aquellas señoras con enaguas, congeladas en el movimiento pendular de un columpio que no colgaba de ninguna parte. Ya se taparía las orejas cuando llegara la supervisión de final de mes. Total, no estaba contenta con nada Tere, así que se sentía con valor para añadir la pintura a la lista de las decepciones que desgranaba con precisión cronológica cada vez que algo estaba donde ella pensaba que no debía de estar. Con un poco de suerte perpetraría la pintura antes de que ella llegara. Iría por la tarde a comprar imprimación y alguna cubeta de pintura de una  capa en color pastel. Dudaba entre el vainilla y el celeste, pero para qué engañarse, si había un lima de oferta, lo mismo terminaba dándole un toque tropical. Todo dependería del dependiente, de su labia y de su stock.
 Segunda estación: los armarios. Se subió a una silla para tener perspectiva de las alturas, y allí sólo encontró más y más tareas. Sobre el ropero encontró años de juventud metidos en cajas, precintados, etiquetados. Tenía la impresión de que podía tirarlo todo, porque desde que dejara aquellas cosas hibernando, hacía ya más de diez años, no había sentido la necesidad de usar nada de lo que almacenó allí. Sospechaba que todo era prescindible, puesto que no había necesitado abrir las cajas de nuevo. Sobre los trastos pensaba Eliseo lo mismo que sobre las personas: si hemos tardado tanto en vernos, por algo será. Se conoce lo bastante para saber que sus pertenencias estarían perfectamente ordenadas dentro de aquellos bultos, y que si algo estaba guardado era porque él lo consideró importante en su momento. Pero sus metas habían cambiado, y por consiguiente, las herramientas necesarias para realizarlas, también. Sacó el cúter y cortó los precintos. Como sospechaba, todo estaba en una especie de puzle armónico. La variedad era grande. Apuntes. Folletos. Fotocopias de libros que ya tenía. Postales de viaje. Postales recibidas. Postales devueltas. Había un par de fotos de sus sobrinos. Los lleva en brazos, regordetes y perfumados, dulces, sonrientes. Tenía hasta los negativos para hacer copias. Entonces pensaba de sí mismo que sería un buen padre llegado el caso y que si eso no ocurría no le importaría preocuparse por el bienestar de los chiquillos de su hermana. También acariciaba la idea de casarse con una mujer que tuviera un par de niños. Los iba a querer igual, de eso estaba absolutamente convencido, pero tampoco eso ocurrió, y como quiera que Tere en este tema fuera con él más arisca de lo que estaba dispuesto a soportar, fue cortando amarras hasta llegar a su situación actual. Frente a las cajas se sintió poderoso, pues deshacerse de todo aquel pasado le haría sentirse más ligero. Se había prometido tirarlo todo para hacer hueco, en el momento en el que tuviera valor. Y tuvo valor. Y lo tiró todo. Lo apiló en el pasillo y lo bajó al contenedor sin un ápice de remordimiento. Al hacerlo ya no era estudiante, opositor o joven promesa de nada. Ya no era el hermano o el hijo de alguien. Era sólo Eliseo Serrano, pasante en un bufete, licenciado en derecho y tenía huecos para llenar sobre el armario. Para poder acabar con todo aquel asunto, salió al balcón con una lata de tomate vacía y metió dentro unos papelillos que contenían años y años de angustias resumidas en cuatro palabras que perecerían en breve.
Susana lleva un rato observándole. Daría un Potosí por saber qué había escrito en esos papeles, porque antes de hacerlos un gurruño minúsculo, el hombre de la camiseta arrugada los había leído y se había quedado mirando  a la nada con esa cara que tiene a veces, que no se sabe si está desconectando o muriendo de gozo. Le da que ha visto en la tele, a esas horas que sólo hay partidas de póker, a una vidente que quema cosas en botes con la intención de eliminar los sinsabores de los que llaman desesperados a los números de facturación especial. Susana está convencida de que la vidente echa algo para que prenda la miseria humana, porque la llama sale elegante y azul como en un mechero de gas y la cosa arde alegremente, tanto que cualquier día se soflamará hasta  las cejas, y entonces veremos a ver quién lee los padrastros de los crédulos, esa forma de clarividencia que parece un chiste del pescadero, pero que es real como la vida misma, esa vida de gotelé y caldo concentrado a la que Serrano estaba empezando a renunciar. De hecho, Susana le había visto aparecer en el portal con una bolsa de la que sobresalía algo que parecía verdura. Lo que daría ella por un hombre cocinillas, después de estar una vida guisando para hombres que aplastaban las colillas en las tazas del café después de terminar de comer el menú de currante. Susana estaba cansada del bar. Aún no se lo había dicho a Paco, pero quería dejarlo. Aún no sabía si a Paco o al bar. Ya no se acordaba de ellos dos sin un fondo de sofrito, sin el antigrasa entrándole por la nariz hasta el cerebro, sin esa lista de tareas que no se acababa y que era como la de la compra, escrita una y otra vez en trozos de papel reciclado, mayormente en hojas de calendario usadas. Al volver las listas por el revés veía anotaciones en los días del mes que correspondiera. Todas las citas del médico. Las ortodoncias. Los pagos. La revisión del coche. La reunión con el tutor del niño. El banco. La gestoría. Todo eso que no se puede dejar de ninguna de las maneras y que se hace puntualmente para dejar su puesto de prioridad a otra cosa que se realiza y deja también de ser importante, y así, hasta el infinito que se aleja, como el horizonte del descanso, cada noche. Gracias a prismáticos y telescopio conoce nuevas formas de vida que le hacen cuestionarse la suya. Reconoce el tedio en cuanto lo ve, y Eliseo, para ella aún un desconocido sin nombre, estaba realmente  enfermo de rutina hasta el día de las bombillas, en que comenzó una transformación asombrosa. Después  vino el frenesí del orden, que la hizo pensar en tantas y tantas cajas como tenía en el trastero de la terraza, cajas que no recordaba en absoluto hasta entonces y que iba a distraer poco a poco sin la ayuda de Paco, en un ejercicio de liberación personal. Le intrigaba cuál había sido el detonante de aquel cambio de vida que había empezado Eliseo. Susana se siente contagiada por los actos del vecino sin nombre, y acaba de recordar que tiene que llevar cuidado, porque Pili es especialista en comportamiento humano y acecha a las señoras que le piden cajas vacías. Ella opina que ante eso, o te mudas o te divorcias, o las dos cosas juntas, y ella no estaba preparada para soportar su tercer grado. Pili la veía desde hace veinte años a las siete menos cuarto de la mañana, cuando ella se llevaba el pan para  los desayunos. A esas horas no se puede mentir a una amiga. Intentará que vaya Paco, aunque eso lo mismo resulta más sospechoso… Lo consultará con la almohada, esa almohada de la que Paco ha tomado posesión. No hay forma de hacer que la suelte sin despertarle, así que Susana mulle un cojín y se tumba en la cama, en posición de difunta, con las manos y los pies enlazados. Estoy muerta, se dice con resignación, para cambiar de posición inmediatamente y ver a Paco, su Paco, desparramadamente feliz y sereno, soñado cualquier cosa buena, a juzgar por la sonrisa que le posee. Incluso si se queda mirándolo un rato le ve soltar una carcajada con sordina, que ganas le dan de despertarle, porque no entiende qué le produce ese estado de felicidad que ella envidia. Cuando Paco es tan feliz, Susana opta por levantarse a otear y así dejar pasar las horas hasta que sale Misha y arranca el coche para ir a la cantera tras unos cuantos intentos, pero esta noche tiene mala suerte, porque es fiesta y poco o nada se ve moverse desde su posición. Todo parece en calma. Tras el pequeño aquelarre de Eliseo, la luz se ha apagado y sólo queda el monitor parpadeando, como una especie de corazón mecánico y latente que le dice que todo estará a medio gas muchas horas. Qué larga es la noche, se dice Susana, mientras ve pasar a Pili por la calle. Juraría que la ha visto. Lo sabrá cuando vaya a recoger el pedido, menuda le espera. Pili nunca se da por vencida cuando cree que hay algo que averiguar, y ella lleva escrito en la cara algo que no quiere decir, pero que será hábilmente hilado por la panadera, a efectos prácticos, la mejor psicoanalista de la galaxia.


4 comentarios:

  1. Maravilla de la palpitante y a veces sosegada vida...de los demás.

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  2. No he podido resistir la tentación de leerlo del tirón y me encanta cómo tratas de escabullirte, sin resultado, del lugar hacia donde se dirige el texto: el mundo según Susana.

    Más, más, más. Queremos más...

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